¿El parto de la Ley de Comunicación? Reflexiones y propuestas

por Emilio Romero

En octubre de 2008 entró en vigencia la actual Constitución. El numeral 4 de su Primera Disposición Transitoria ordenó que se aprobara una Ley de Comunicación en el plazo de 360 días, que venció en octubre de 2009 sin que la Asamblea Nacional hubiera cumplido dicho mandato. Ante esa elocuente omisión, el presidente convocó a una consulta popular que se realizó en mayo de 2011, en la que, entre otras, le hizo al pueblo la siguiente pregunta (la novena de tal consulta): “¿Está usted de acuerdo que la Asamblea Nacional, sin dilaciones, (…), expida una Ley de Comunicación que cree un Consejo de Regulación que regule la difusión de contenidos en la televisión, radio y publicaciones de prensa escrita que contengan mensajes de violencia, explícitamente sexuales o discriminatorios, y que establezca criterios de responsabilidad ulterior de los comunicadores o los medios emisores?”. Esa pregunta recibió el “sí” del 44,96% de quienes sufragaron en aquella consulta, que según el Consejo Nacional Electoral equivalió al 51,68% de los “votos válidos”. Con ese “sí” quedó automáticamente reemplazado en todo el numeral 4 de la Primera Disposición Transitoria de la Constitución, ya que con esa respuesta el pueblo, de manera directa, dispuso expresamente que sea la Asamblea Nacional la que en un “nuevo plazo”, muy distinto al original ya vencido, expidiera la Ley de Comunicación mencionada en la pregunta referida. Como el tiempo transcurría inexorablemente sin que la Asamblea Nacional hubiera expedido aquella Ley de Comunicación que creara un Consejo de Regulación, según los términos de la antedicha pregunta ganadora, no faltó alguien del oficialismo que, por marzo o abril del pasado año 2012, se permitiera sugerir que, ante la mora de la Asamblea Nacional, la Corte Constitucional bien podía expedir una “Ley Provisional de Comunicación”; pero como semejante disparate ni siquiera fue tomado en serio por el propio gobierno, no obstante su desesperación por esa ley, el nuevo plazo establecido por la consulta también quedó vencido. Así, desde la consulta de mayo de 2011 hasta el 13 de mayo del presente año 2013, en que terminaron las funciones de la anterior Asamblea Nacional, esa Ley de Comunicación –cuya expedición se ordenó en esa consulta– no logró ser aprobada; con lo cual resultó que desde que aquella ley fuera ordenada por la Constitución de Montecristi ya habían transcurrido para entonces casi cinco años.

¿Por qué en casi cinco años esa ley no pudo ser aprobada, no obstante la gran mayoría oficialista con que contaba la Asamblea Nacional que terminó sus funciones hace poco? Porque, en mi opinión, los asambleístas constituyentes que aprobaron en el año 2008 el citado numeral 4 de la Primera Disposición Transitoria de la Constitución no sabían exactamente lo que hacían, ya que –por lo menos los de buena fe– nunca imaginaron que las verdaderas intenciones que estuvieron detrás de ese “proyecto” fueron las de producir un cuerpo legal que restringiera la libertad de expresión; la misma que es uno de los derechos humanos más protegidos en los Estados de derecho, no solo por sus constituciones sino, como en el caso del Ecuador, por sus tratados e instrumentos internacionales de derechos humanos, que reconozcan “derechos más favorables” a los contenidos en su propia Constitución, como son el Pacto de San José y la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión de la CIDH, que, en cuanto a esos “derechos más favorables”, están por encima de dicha Constitución, según sus inapelables arts. 424, 426 y 428.

Por eso, cuando algunos asambleístas responsables de la anterior Asamblea cayeron en la cuenta de esas intenciones, empezaron a surgir las dificultades que acabaron por impedir que esa Asamblea apruebe la ley en cuestión. Porque entendieron que en el Ecuador no se necesitaba realmente una Ley de Comunicación, pero que, si por capricho o para ordenar mejor las cosas había que expedir una, lo único que había que hacer era, por una parte, recoger toda la normativa que ya existía regada en la legislación nacional, y ordenarla, y, por otra, desarrollar, sin sesgos ni revanchismos, con la debida técnica jurídica, las correspondientes disposiciones supraconstitucionales de los tratados e instrumentos internacionales ya referidos y los siguientes artículos de la Constitución: 16 al 20; 66, numerales 6 y 7; 384; 424; y, 426.

Mas ahora parece que la inédita mayoría que hoy ostenta el oficialismo en la nueva Asamblea Nacional ha decidido, después de casi cinco años de fracasos, con todos los plazos vencidos, expedir la tal ley, como siempre se ideó desde el principio, sin tomar en cuenta para nada los numerales 4 y 8 del art. 11 de la Constitución, que dicen: “Ninguna norma jurídica podrá restringir el contenido de los derechos ni de las garantías constitucionales”; y, “Será inconstitucional cualquier acción u omisión de carácter regresivo que disminuya, menoscabe o anule injustificadamente el ejercicio de los derechos”. Porque esas normas serán las que se empiecen por violar, por ejemplo, si se eleva a la categoría de ley la falsedad aquella de que los medios de comunicación masiva prestan un “servicio público”, como se anuncia en los arts. 5, 74 y 90 del proyecto que tengo a la vista (para jugar con las concesiones y todo el embrollo administrativo de los verdaderos “servicios públicos”); o si al Consejo de Regulación ordenado en la respuesta a la novena pregunta de la consulta popular se le confieren facultades controladoras y hasta sancionadoras, que ni siquiera fueron mencionadas en esa pregunta, como se sugiere en el art. 46 del mismo; o si –albarda sobre albarda– además de tal consejo recargado, se crea una “Superintendencia de Comunicación” o como se llame, a sabiendas de que esos organismos, tan preferidos antaño por nuestras viejas dictaduras, ahora son, según el gran paraguas del art. 213 de la de Montecristi, instituciones públicas “de vigilancia, auditoría, intervención y control”.

Para entender lo de los “servicios públicos”, los que no quieren entenderlo, que acudan a la página 909 de esa “biblia” que se llama Enciclopedia de la Política, de Rodrigo Borja (edición de 1998); y, para los que no conocen lo que pueden ser las superintendencias ad hoc, que recuerden o averigüen las historias de la Superintendencia de Piladoras (1964) o de la Superintendencia de Precios (1973).

Para terminar, al margen de la ingenuidad de estas reflexiones, agrego que, dada la innegable realidad actual, con todos los votos que le sobran, la Asamblea bien podría hacer lo que le venga en gana, y expedir y aprobar –en paquete– cualquier cosa con el nombre de Ley de Comunicación; así como también podría aprobar una nueva Ley del Embudo o disponer la derogación de la Ley de la Gravedad. ¡Y festejarlo! ¡¿Para qué serían, si no, las urnas?!

Fuente: El Universo, 14.6.13 por Emilio Romero Parducci, licenciado en Ciencias Sociales y Políticas por la Universidad de Guayaquil

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