Periodistas y gladiadores

por Bieito Rubido

Ocurre con frecuencia que los periodistas quieren ocupar el lugar de los políticos, mientras estos sienten la irrefrenable tentación de dirigir los medios. Es el mundo al revés. O, para ser más precisos, la democracia al revés. Las empresas de comunicación abandonan su original misión hasta pervertirla. Pasamos de intentar ser la conciencia crítica del poder a pretender erigirnos en sus antagonistas. O en el propio Poder. Renunciamos a la labor de información y reflexión reposada e independiente para enzarzarnos en un debate descarnado, donde los partidos quedan en un cómodo segundo plano, a la espera de los posibles réditos del enfrentamiento a muerte entre los periodistas. Puede que nos parezca normal porque es lo que estamos acostumbrados a leer, ver y oír, pero no tiene ningún sentido. Ni mucho menos constituye un buen servicio al deber de contribuir a reforzar una sociedad sana, libre y avanzada. Al contrario, estamos ante una clarísima involución, en donde todos, aunque unos más que otros, arrastramos una cuota de responsabilidad.

Hace apenas unas semanas, el presidente de Coca-Cola Iberia, Marcos de Quinto, reflexionaba con un grupo de empresarios acerca del fenómeno del enfrentamiento entre periodistas de distintas sensibilidades ideológicas. Decía percibir mayor enconamiento entre los profesionales de la comunicación que entre los propios políticos y, desde luego, muy superior que entre los ciudadanos de a pie. Cuando el contraste de opiniones tiene lugar en un plató de televisión, se traduce desde la primera intervención en un bombardeo de descalificaciones al contrario. Casi un linchamiento, muy efectista, pero, por lo demás, del todo previsible. La pauta del programa incluye prácticamente siempre los mismos temas y personajes: cada frente se atrinchera en sus posiciones y ataca sin piedad hasta descender a lo zafio y personal. Se agranda el problema, que acaba por parecer casi un asunto de Estado. Mientras, se hurtan a la opinión pública otras muchas informaciones de su interés. El debate mediático condiciona los puntos de vista y determina lo que es importante y lo que no. Y lo que resulta más grave: provoca un desequilibrio de percepciones que nada bueno puede reportar a una sociedad urgida de madurar.

La centralidad del debate social sigue estando ocupada, en gran medida, por la agenda que marcan los diarios de información general. Pero no cabe duda de que televisiones y radios amplifican ese debate y ejercen mayor influencia sobre la opinión pública. En España, el dial radiofónico se encuentra más o menos equilibrado, mientras que la televisión se ha escorado hacia la izquierda. Se aleja así de una parte notable de su audiencia, que se siente huérfana de contenidos audiovisuales más cercanos a su sensibilidad política. Ni siquiera se satisface el derecho de los ciudadanos de acceder a una reflexión crítica e independiente. Salvo honrosas excepciones, la controversia que se manifiesta en los platós tiene más que ver con el espectáculo que con una contraposición de pareceres y análisis. Si un español se limita a juzgar el momento político por los fragmentos de realidad que determinados medios le aportan, concluirá que estamos a las puertas del Apocalipsis.

Tengo para mí que los comunicadores hemos sobreactuado en los últimos tiempos. Hemos sobrepasado los límites que le son marcados a nuestra propia actividad. Los periodistas no somos policías ni fiscales. Aún menos jueces. Incluso en nuestro aparente papel de informadores hemos desanimado a nuestras audiencias en exceso. Nos hemos regodeado en el pesimismo y el derrotismo; hemos optado por ahondar en las miserias. Trasladamos al ciudadano nuestras angustias económicas.

En España se está produciendo un desplazamiento de funciones e identidades entre poderes y otros protagonistas del juego democrático. La sociedad civil, a pesar de la irrupción de todo tipo de iniciativas, se ha debilitado en los últimos treinta años. Los poderes públicos se han vuelto hegemónicos y más constrictivos cuanto más pequeño es el territorio. Han ofrecido comodidad y bienestar a los ciudadanos a cambio de que estos renunciaran a sus derechos e ideas y, lo que es peor, a creer en ellos mismos.

Al tiempo, los partidos se han afanado en transformar su tradicional laboratorio de ideas en mecanismos de perpetuación. Los militantes han pasado a ser funcionarios. Las figuras, becarios. El debate se suplanta por el aplauso; la brillantez, por las adhesiones. La consecuencia es un empobrecimiento de la vida política. Un abandono del debate democrático, de la lucha parlamentaria y de la libertad de pensamiento. Justo de aquello que hace progresar a los pueblos. Una dejadez y una mediocridad que han llevado a que la dialéctica política se traslade a los medios de comunicación. Y así, en la democracia española, hemos pasado del debate político al debate mediático.

Los medios hemos usurpado la dialéctica parlamentaria, pero sin los límites ni la cortesía que le son propios. Estamos más enfrentados los periodistas que los políticos. Y lo preocupante es que de este modo se desdibuja la actualidad. Se modifica al gusto de tal cadena, cual periódico o aquel grupo de comunicación. La lupa de unos u otros amplifica determinados asuntos, mientras en España sigue siendo fundamental mirar hacia el drama del paro, la ilusionante recuperación económica, la reforma administrativa o educativa, la modernización del país, los intentos sediciosos de determinados nacionalismos… En definitiva, apremia la puesta al día de España y de los españoles, después de la fiesta y la siesta que en la bonanza pasada nos dimos todos, sin que nadie nos alertase del abismo hacia el que nos abocábamos tan felices. Falta reflexión de fondo. Mensajes fundados en pensamientos. Visión de futuro. Compromiso con el bien común. Estamos todos instalados en el corto plazo. Y así nos va.

Con esta dinámica no vamos a ningún sitio. Anima poco y resulta nada constructivo ver cómo «plebe y Senado» acuden al circo mediático a contemplar la lucha de unos gladiadores periodísticos que saltan a la arena y allí se convierten en jueces y césares de la sociedad. En esa arena escenifican luchas que no les corresponden. Los medios y quienes trabajamos en ellos podemos ser guardianes de la democracia. En ocasiones, alertando; en otras, dando esperanza, siempre contando la verdad, pero nunca suplantando el papel que la sociedad democrática tiene otorgado a otros. En ese equilibrio inestable que es el juego democrático, cuando los jugadores cambian sus posiciones corren el riesgo de convulsionar a la sociedad.

Fuente: ABC, 21.7.13 por Bieito Rubido, español, director de ABC

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