Veracidad y contextualización

La Ley de Comunicación aprobada por la Asamblea ecuatoriana contiene las trampas de siempre para la libertad de expresión. Con la excusa de buenas intenciones, al parecer inobjetables, la normativa impone serias cortapisas a la prensa.

El texto legal caracteriza a los medios de comunicación como un servicio público “que deberá ser prestado con responsabilidad y calidad”. Es decir, prepara el camino para la intervención estatal cuando lo publicado, a juicio del gobierno, no sea responsable o carezca de la “calidad” esperada por los burócratas.

Ninguna crítica queda a salvo de un juicio de “calidad” y “responsabilidad” y todas corren el riesgo de ser suprimidas, sobre todo cuando la ley también exige circular información “verificada, contrastada, precisa y contextualizada”.

La nueva ley ecuatoriana parece un manual para infringir la mejor doctrina y jurisprudencia sobre derechos humanos. No resistiría el examen de ninguna corte especializada y es totalmente innecesario esperar futuras resoluciones para comprobarlo. Basta repasar las ya existentes.

Desde 1985, la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene establecido que la información no admite apellidos. La ley no puede pedirle ser veraz, precisa, oportuna ni exigirle ninguna otra condición. Hacerlo implica nombrar a un árbitro con facultades suficientes para establecer la imprecisión, impertinencia, falta de veracidad o de contextualización. Ese árbitro siempre tendrá en sus manos lo que se puede decir. En el fondo, será un censor.

La realidad es, por definición, más amplia de lo que puede ser reflejado en los limitados espacios de los medios, ya sean impresos o electrónicos. Cualquier descripción del universo necesariamente dejará por fuera muchas de sus partes. Siempre habrá, entonces, un motivo para acusarla de falta de contextualización o completitud.

Así como en la ciencia toda verdad es provisional, para la democracia toda verdad es discutible. Como la ciencia, la democracia apuesta al debate abierto para avanzar y los medios son el foro más importante de ese debate. Pero el debate democrático nunca podrá ser suficientemente amplio si la legislación parte de una exigencia de veracidad a ultranza, definida como una correspondencia total entre lo dicho y la realidad objetiva, sin margen de error ni lugar para matices, que condena al informador a ser un mero notario de hechos demostrables con prueba de valor judicial. Siempre habrá espacio para que el árbitro halle, desde su perspectiva, una razón para achacar falta de veracidad a la crítica.

Establecida la falta de veracidad, contraste y contextualización, el juicio de “irresponsabilidad” o falta de “calidad” está a un cortísimo paso. Solo estarán a salvo los panegíricos que complazcan el oído del árbitro. El resultado de una ley como la ecuatoriana es el más inicuo para la sociedad y, al mismo tiempo, el más favorable para el poder. La ciudadanía es la única legitimada para decidir sobre las cualidades de una información y a ella le corresponde escoger a cuáles cree y cuánto.

En Costa Rica, donde la fortuna de nuestras convicciones democráticas nos aleja de semejantes fabricaciones jurídicas, valdría en todo caso la pena imaginar cual sería la situación si rigiera una ley como la ecuatoriana.

Fuente; La Nación de Costa Rica,

Comente