Por Alejandro Diz
De la importancia que la libertad de prensa tiene para el buen funcionamiento de las sociedades democrático-liberales da idea el conocido dictum que Jefferson, uno de los padres fundadores de la primera democracia moderna, formuló, no sin cierta ironía provocadora, en el sentido de que, como el sistema democrático está basado en la opinión pública, «entre un país con gobierno y sin periódicos y un país con periódicos pero sin gobierno me quedo con esto último», porque en la democracia –opinaba– tal vez la libertad de prensa es incluso más importante que el voto. Una libertad de prensa –hoy diríamos de los «media» en general– que es necesaria para que exista una verdadera opinión pública informada y crítica, base fundamental para el correcto funcionamiento de la democracia que asegure el ejercicio de la libertad y el interés de los individuos en lo colectivo.
La importancia de este fenómeno fue captado por la fina pituitaria de Tocqueville, el primer y agudo analista de la democracia moderna, al escribir que la libertad de prensa «no sólo deja sentir su poder sobre las opiniones políticas, sino también sobre todas las opiniones de los hombres» y «no modifica únicamente las leyes, sino a la vez las costumbres». Al mismo tiempo, con su antidogmatismo característico, Tocqueville hace una declaración aclaratoria y sugerente: «Confieso que yo no siento por la libertad de prensa ese amor rotundo e instantáneo que se concede a las cosas soberanamente buenas por naturaleza. La amo por la consideración de los males que impide mucho más que por los bienes que aporta», añadiendo que para «cosechar los bienes inestimables que asegura la libertad de prensa hay que saber someterse a los inevitables males que origina». Es decir, la libertad de prensa, como sucede por lo general con casi todo en la vida, no conlleva ganancias absolutas.
Estas reflexiones tocquevillianas siguen teniendo plena actualidad, y de hecho el problema de los límites del llamado «Cuarto poder» es una de las polémicas recurrentes en las sociedades actuales. Si concordamos en que los «media» conforman un poder –con sus características específicas, pero en definitiva un poder–, habría que partir de lo esencial que caracteriza a cualquier clase de poder.
Montesquieu, como es sabido, señala que la naturaleza humana tiende al abuso, a la expansión, siendo «una experiencia externa que todo hombre que tiene poder se ve inducido a abusar de él y llega hasta donde encuentra límites», sacando la conclusión de que sólo se impide el abuso del poder si «el poder detiene al poder».
Los «media» son un poder con frecuencia «virtuoso», catártico para las conciencias en la sana configuración de una opinión pública informada y crítica, pero como también escribió Montesquieu: «¡Quién lo diría!: hasta la virtud tiene necesidad de límites», es decir, la virtud trata de expandirse y se le debe poner unos límites. Eso es así porque, por ejemplo, llevando la virtud del valor al extremo se cae en el defecto de la temeridad, o extremando la virtud de la prudencia, se cae en la pusilanimidad.
Pero, ¿cuáles deben ser esos límites? ¿quién los pone? ¿en qué extremos puede caer la libertad de prensa para que lo que era «virtud» se transforme en «defecto»?… Interrogantes que se sitúan en arenas movedizas.
En puridad, los límites a la libertad de prensa deberían ser en lo esencial los del imperio de la ley. Mas, como ocurre en casi todas las actividades y relaciones humanas, existen otros límites llamémosles tácitos, intangibles o de imperativo moral que también deberían formar parte del «código genético» del periodista o del comunicador en general.
En la extensión de este artículo no cabría más allá que señalar algunas características generales de ese fenotipo: Resguardar siempre el principio de la ética liberal de que jamás el fin justifica los medios. El interiorizar en el ejercicio de la libertad de prensa el que las relaciones entre ciudadanos y en las distintas instituciones son relaciones morales, y por tanto la información y comunicación de las mismas deben reconocer que, por críticas que sean, se refieren a individuos como fuentes de valor, con derechos, deberes y obligaciones que imponen el ejercicio de la ciudadanía, lo que se traduciría en la búsqueda escrupulosa del rigor. También, evitar caer en tentaciones propias del poder de la pluma, del teclado o del micrófono, como el de convertirse en transformistas del legislador o del gobernante, cayendo en la tentación narcisista de confundir el legítimo y democrático poder de la crítica periodística con el poder del ejecutivo, el legislativo o el judicial, transmutándose en «jueces del valle de Josafat»; es decir, no confundir el derecho y el ejercicio de la crítica y la libertad de prensa con sustitutorias bastardas del juego de las mayorías y las minorías propias de otros ámbitos de las instituciones democráticas. En particular, el no caer en sensacionalismos, demagogias y populismos, patologías que ya son preocupantes en no pequeña parte de los «media» españoles en la actualidad. En definitiva, efectivamente ¡quién lo diría!: hasta la virtuosa libertad de prensa tiene necesidad de límites.
Fuente: ABC, 24.8.13 por Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos