La ética se pone a “flor de piel” cuando se hace investigación por Pablo Peralta M.

Roberto Navia soñaba con ser arquitecto, pero hoy es periodista. Ha rescindido la posibilidad de ascender a editor, por hoy prefiere las calles a un escritorio. Se inclina más a subirse a un camión y encontrarse con la gente, que   asistir a  las cumbres de presidentes y estar cerca del poder. ¿Quién es este cronista que parece nadar a contracorriente?

Trabaja en el área de reportajes de investigación y crónicas especiales del diario El Deber. Por su labor fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo, la medalla Huáscar Cajías a las nuevas generaciones y el Premio Ortega y Gasset, otorgado por el diario El País de España.

Nació en Camiri, Santa Cruz, hace 39 años. Es hijo de un carpintero e integrante de una familia migrante, que un día salió desde su terruño en busca de mejores oportunidades. “Siempre digo que soy un migrante de oficio. Si es que mis padres no hubieran viajado casi siempre en busca de días mejores, quizá yo sería un burgués, un empresario o un cajero de banco”, comenta.

Esta vivencia ha marcado su forma de trabajo y el cómo aborda los temas, puesto que afirma que haber sido un “migrante constante” incide en su “forma de narrar, de enfocar los temas, de buscar respuestas del fenómeno de la migración, a través de historias de otros migrantes”.

Precisamente, en 2007 ganó el premio Ortega y Gasset, al que considera como un “aliento internacional” que marcó un antes y un después en su carrera, por un trabajo relacionado con la migración. El reportaje tituló “Esclavos made in Bolivia”.

En su trabajo, la ética ocupa un papel central. Por eso sostiene que cuando uno hace periodismo de investigación esa cualidad “se pone a flor de piel”.

Este martes, será distinguido con el premio Libertad – Juan Javier Zeballos, otorgado por la Asociación Nacional de la Prensa.

Si bien en la actualidad su profesión no es aquella primigenia idea colegial de ser arquitecto, el factor estructural de aquel sueño aún está latente: la construcción, utilizando en vez de ladrillos, la palabra escrita. “El periodismo y la literatura me llamaban para construir historias”, relata ahora el cronista.

Para llegar hasta donde estás,  ¿qué tuviste que sacrificar?

Trabajar mucho y trabajar más. Un trabajo a tiempo completo, que implica no sólo las horas que exige estar en la redacción, reportear y escribir. Sino también formarse, conocer los textos de autores, leerlos y reelerlos. Lo primero que uno sacrifica, lamentablemente, es lo que tiene más a mano: la familia.

Lo que significa no estar presente  en los cumpleaños, en las navidades ni años nuevos o simplemente los fines de semana de churrascos. Estas cosas, que pueden resultar banales, resulta que tienen un peso vital en la consolidación de las familias. Pero tuve la suerte de tener una familia que me acompañó y soportó no sólo mis ausencias, mis encierros en mi biblioteca donde me refugio para escribir textos que van más allá del diario donde trabajo.

Lo digo esto no como una queja, porque cuando uno se decide por el periodismo, sabe a qué se mete. Este oficio es un apostolado y lo lleva metido en la piel durante todo el día.

Rechazaste  ser editor  varias ocasiones. ¿Por qué te cuesta dejar las calles por el escritorio?

Suelo decir que desde el escritorio no se puede ver el horizonte. En una oportunidad fui jefe de redacción del diario El Norte, que el diario El Deber instaló en Montero. En ese puesto trabajé con alegría y responsabilidad. Era 2003 y no podía creer que mientras  Bolivia se desangraba en la llamada guerra del gas, yo estaba quieto en un escritorio. Por lo menos en esta etapa de mi vida, lo mío es ser un trotamundos, un gitano de oficio, un meterme donde no me llaman. Este mundo es esférico y hay que recorrerlo. Ya lo dijo nuestro maestro Gabriel García Márquez, hay que vivir para contarla.

Ahora, quiero aclarar que guardo un fuerte respeto por los editores, jefes de redacciones y directores de los diarios. Ellos hacen un trabajo monumental y necesario para que salgan las ediciones a tiempo y bien.  Es un trabajo admirable que obviamente no descarto realizar en algún momento, como una especie de estación cuando crea necesario alivianar las andanzas.

¿Cuál es la principal amenaza que identificas para el ejercicio de un periodismo libre e independiente?

Las principales amenazas son los intereses económicos o políticos que intentan esconder datos o historias que los comprometan. Por eso, un periodista es un personaje incómodo al que quieren que esté muy lejos de ellos.

Recuerdo que Riszard Kapuscinki decía que las fuentes oficiales siempre mienten, a no ser que demuestren lo contrario. Ese mensaje es valioso para darnos cuenta que el poder suele estar más interesado en esconder cosas que en mostrarlas.

Un periodista mal formado, que no se prepare, que no aspire a investigar su realidad también puede ser una amenaza para la profesión. Para cabalgar en un mundo que cada vez es más hostil, es necesario una dosis mayor de conocimiento para cuestionar a los que nos gobiernan.

¿Cuál fue la ocasión en que más fuertemente se puso a prueba tu ética?

En las ocasiones en que uno hace periodismo de investigación es cuando la ética se pone a flor de piel. Me ha ocurrido que cuando investigaba hechos de corrupción, aparece gente que con un descaro intenta frenar tu investigación creyendo que el dinero lo puede todo. Ahí lo que hice con mucho gusto  fue tirarles el dinero en la cara y decirles que este oficio, noble como es, no se compra ni se vende. La credibilidad lo es todo en el periodismo. Si pierdes eso, te conviertes en un fantasma, en un ser desnudo. En el periodismo no sólo hay que parecer honesto, sino, es necesario serlo. La ética se pone a prueba el rato menos pensado.

¿Cuál es la principal motivación que tienes para seguir haciendo relatos y crónicas, en un medio en que reina más la información coyuntural?

Son varias motivaciones. La principal, luchar por hacer lo que de verdad me gusta. Y a mí me gusta eso, la prosa pensada y el reporteo sin la rapidez loca que te exige la coyuntura.

Hay un dicho que manejan los cronistas: los cronistas siempre llegamos tarde, a propósito, al lugar de los hechos. Y lo hacemos para reportear sin aspaviento, para tomarnos el tiempo de mirar los ojos de las personas y de escuchar el zumbido del viento. Es que los ojos de la gente y hasta el color del viento están cargados de historias.

Me mueve hacer visibles a los invisibles, a la gente de a pie, a los que también son los derrotados de la vida, a los que moran en el submundo, a los discriminados por realizar un oficio que está cerca del “pecado”. Me gusta subirme a un camión y encontrar en la carrocería a aquellos seres humanos que se mueven en busca de algo. Me gusta estar lejos de las cumbres de presidentes, donde por lo general, se muestra una realidad que no existe y se trata  de escribir la historia desde el punto de  vista del poder, de esos seres que no conocen la calle y lo que sucede en los mercados de los países que gobiernan.

De aquí a unos 50 o 100 años,  ¿cómo quisieras que te recuerden?

Sería muy pretencioso decirlo. Pero creo que todo cronista lo que desea es que sus textos vivan más tiempo que uno. Que sigan alzando vuelo por todas las esquinas del país y del mundo.

Fuente: Página Siete, 4.5.14 por Pablo Peralta, periodista

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