Editorial El Espectador
Fue el profesor Owen Fiss quien catalogó, en uno de sus muchos estudios, la libertad de expresión como una de las piedras angulares de las comunidades políticas democráticas: ese derecho es una condición previa para el ejercicio de muchos otros.
Y parte de ese derecho, su esencia, es que refleje la deliberación de ciertos hechos que suceden en el ámbito de lo público: ese ideal sólo se logra, por supuesto, cuando existe una información proveniente de distintas fuentes. No hay ciudadanía competente sin ella. Y, sustrayendo el ejercicio de ser ciudadano de una cifra más grande, no hay tampoco democracia.
Toda esta introducción teórica viene al caso por la situación que afrontan nuestros colegas en Ecuador: el progresivo avance del gobierno nacional de Rafael Correa que, a la par de generar ciertos cambios hacia una economía progresista, ha intentado sistemáticamente dos cosas: seguir en el poder (acaso ya indefinidamente) y también, como lo han denunciado diversas organizaciones de distinto tipo, ponerle freno a la libertad de prensa, base esencial de cualquier cosa que pueda autodenominarse como democrática.
Lo hemos dicho y no nos cansaremos de repetirlo: una democracia no es una dictadura respaldada por la opinión mayoritaria. Es, sobre todo, el respeto a las minorías y a la disidencia: cuando un buen gobernante acepta la oposición (desde la política y desde los medios) se vuelve un estadista. Cuando no, se transforma en el remedo de gobernante. En una caricatura.
El periódico Hoy, que ya había abandonado su edición impresa para quedar sólo en versión digital, cerró finalmente todas sus actividades con una entrevista al alcalde de Quito, Mauricio Rodas. “Morir haciendo periodismo no es morir”, escribió el editor de ese diario, el señor Iván Flores. Por su parte, el director del medio, Jaime Mantilla, describió en uno de sus últimos editoriales lo que puede leerse como el camino hacia la desesperación total: la asfixia económica por la publicidad, la cancelación de contratos para imprimir textos escolares, las restricciones de la antipática Ley de Comunicación. De todo eso habló.
La Superintendencia de Compañías liquidó a la empresa por presentar pérdidas superiores al 50% de su capital durante los últimos dos años. El presidente Correa, ante una denuncia de la Sociedad Interamericana de Prensa fechada en junio por el alto a la edición impresa del periódico, dijo que esa casa editorial sólo producía “pérdidas desde hace años por una pésima administración”. Como una cosa de negocios lo presentó. Ya desde 2011 sufrieron la primera pérdida: su revista Blanco y Negro, que en 20 años seguidos se encargó de denunciar casos de corrupción del Gobierno. Y así, como un castillo de naipes, se vino abajo, hasta hoy, que ya no existe.
Ya habían intentado recuperarse: cambiaron a edición digital, modernizándola, adaptándola a las nuevas exigencias de ese mundo; apostaron a contenidos impresos una vez a la semana para brindar al lector investigaciones, reportajes y crónicas más profundas. Apenas llegaron a los quioscos de ventas recibieron una multa de US$57.800 por parte de la Superintendencia de la Información y Comunicación. Una bicoca impagable para un periódico que quiere recuperarse de sus pérdidas. ¿Pésima administración?
Ahí tenemos, entonces, a Ecuador que al alto precio del silenciamiento de las voces disidentes quiere posar de ejemplo de eficiencia gubernamental. Con su codo borra lo que su mano construye. ¿Cómo espera ser recordado el presidente Rafael Correa? Esa es la pregunta que ha debido hacerse hace rato.
Fuente: El Espectador, 3.9.14