'Conspiranóias' y grandes medios

La lenta muerte de la verdad no lleva a su extinción sino a su explosión en múltiples verdades. El desarrollo de los medios de comunicación, sobre todo de Internet, no ha provocado la unidad de conciencias en torno a verdades reconocidas. Al contrario, el relativismo se apodera de unos a la par que encontramos interpretaciones más o menos ambiciosas, restringidas y fantasiosas de la realidad.
En nuestro caminar mediático, con unos cuantos clics por mediación, pasamos de las versiones oficiales de los grandes medios, prudentes, austeros y desmemoriados, a las famosas conspiranóias. Medusas de la información, sirenas para unos Ulises más perdidos que nunca. Pasamos de las sombras y prudencias a las luces, siendo estás todo lo que uno podría pedir, síntesis y explicaciones holísticas. Estrabismo epistemológico, ver árboles y bosque en un mismo zarpazo de vista.
Podríamos poner nombres a estas realidades pero lo que interesa es ahondar en el hecho social reconocido de que a más información más confusión, más emborronamiento sobre el papel de lo real. ¿Qué sucede? Si ni los prudentes desmemoriados ni los fantasiosos hipercríticos nos convencen, ¿no será que hay un factor común a ambos, algo que los iguala y “difama”?
Efectivamente, esa es nuestra sospecha. Y es que verdad y coherencia nunca fueron lo mismo. Lo primero requiere una adecuación de la mente al mundo, de lo pensado con lo real. Lo segundo, en cambio, no es más que la adecuación a una serie de principios y reglas formales como la no contradicción, el di siempre algo relevante y suficiente, sigue una explicación causal, etc.
Las conspiranóias cumplen con la coherencia construyendo imposibles puzles, escalas hasta la luna sin contradicción y con asentados nexos causales. Que si Bin Laden era de la CIA, quienes a una par formaban parte del Club Bilderberg y todos estos, ¿cómo no?, reptilianos. Es duro aceptar en sociedad que uno es conspiranoico, que ha sido seducido por la simplicidad de un principio único capaz de explicar todo lo presente. Se habla de estas historias como del porno, entre amigos y con etílicos vapores las más de las veces.
Pero más duro es cuando uno se descubre a sí mismo en continuos vaivenes, de las luces a las sombras de la información y vuelta a empezar. Del Telediario del mediodía al Youtube de la noche. ¿En qué momento el Telediario perdió nuestra confianza? ¿En qué momento Youtube se hizo nuestro noticiero?
“¿Verdad que la verdad no existe?” Preguntaba el niño al padre en una abarrotada piscina de verano. El arcano saber de nuestro tiempo mandaba a aquella suerte de progenitor o tutor legal revelar el sino de nuestro momento histórico: “Bah, con tantas cosas que dicen uno ya no sabe qué pensar”. Sintetizaba la muerte de la verdad, un sepelio que en Occidente ya dura más de un siglo, desde que Nietzsche nos dijera que esta no es más que una “ficción útil” o que “duerme sobre el lomo de un tigre”. Aquí queremos constatar dicha pérdida hablando de cómo el medio, los medios como Internet y la televisión principalmente, nos privan del objeto, de cómo el canal hace que aquello de lo que somos informados se desvanezca, pierda objetividad.
¿Existe Siria? ¿Y los grupos terroristas que por sus tierras dicen que campan? Bien podría negarlo alguien y darse por satisfecho mostrando parciales pruebas, indicios, suposiciones y otras tantas cosas por el estilo. Bien podríamos terminar con todo esto afirmando que, 1) la pluralidad de medios, perspectivas y versiones, y 2) la pérdida del objeto, o mejor aún, la imposibilidad empírica de su comprobación hacen que la batalla dialéctica entre objetividad y subjetividad tenga un resultado más cantado que el marcador de algunos partidos de Copa Del Rey.
Que lo objetivo, simplificadamente aquello que es común al conocimiento de todos, no puede entenderse sin lo subjetivo, lo privado o relativo a uno o unos pocos, es sabido desde hace un rato. Concretamente desde que Heráclito insinuó, pues no explicó y por ello le llamaron en su pueblo (Éfeso) “El Oscuro”, que la realidad se entiende desde la lucha de opuestos. La que ahora nos entretiene ve inclinada la balanza hacia el lado subjetivo. Pareciera que no hay más que interpretaciones e interpretaciones de interpretaciones. Pero uno no tarda en darse cuenta que la interpretación no puede entenderse sin lo interpretado. Que lo relativo no es, lógica y conceptualmente, concebible sin lo absoluto. Y este, dicho entre nosotros, es ese reducto de objetividad que aparece en los medios, lo indudable y presente a todos. Pues por mucho que digan Daniel Estulin o Michael Moore o por mucho que callen los grandes medios las Torres Gemelas se cayeron. “¡Qué revelación!” Dirá con sorna el niño de la piscina, ante lo que hemos de añadir en tono aleccionador: “No me lo digas a mi sino a Descartes, él fue quien empezó con eso de las verdades vagas y vacías con su pienso luego existo. Nadie lo duda, nadie sabe qué hacer con eso.”
Lo cierto es que la verdad y la objetividad se ven debilitadas en nuestro mundo de la información. Y esto no parece tener más solución que la de decir al niño: “Coge un avión y vé a ver cómo anda Siria”. O, y esto proponemos, partir de que la verdad no se da sino hablando (es dialógica) y es en parte construida con el respeto de las imposiciones del objeto. Las cosas son interpretables dentro de las necesidades que nos impone lo interpretado, la cabra nunca será una casa. Pues bien, sólo hablando veremos los frutos de la relación sujeto-sujeto-objeto. Podremos descartar conspiranóias y denunciar a los grandes medios por esa supuesta prudencia que les lleva a lecturas parciales y, a veces, a verdades como la de Descartes. No es falta de versiones, lecturas e interpretaciones lo que hay en este mundo sino de diálogo entre intérpretes, lectores y demás implicados.
Un ejemplo cotidiano. Frecuentemente oímos quejas sobre Facebook, Twitter y otras redes sociales y no solo por el miedo al robo de información sino por el desencanto ante su superficialidad. El lamento estrella de los “facebookeros” suele ser la sensación de aislamiento que provoca tener cientos de amigos. Qué curioso, aquella rutina de dar “like” a todo lo que se mueve y poner comentarios del tipo “que foto tan guapa” o “a ver si quedamos un día de estos” es la mayoría de las veces un protocolo que no consigue aquello que pretende, reconocimiento. Casi cualquier uso que hacemos de Internet se basa en la opinión, doxa diría el divino Platón en contraposición a la episteme como ciencia a través del diálogo, y la yuxtaposición de informaciones. Lo que resulta exótico son las discusiones capaces de llegar a acuerdos. Algo parecido sucede en el mundo de la investigación académica. Los investigadores escriben tantos “papers” (artículos científicos) que apenas pueden leer los de sus amigos, y eso por compromiso. La sensación de desconexión y falta de diálogo es una constante en el mundo de la información atomizada.
No decimos que Internet sea un medio incapaz de provocar la discusión seria y razonada. Constatamos el hecho, que no es privativo de este medio, de que a más información más confusión. A más confusión menos diálogo y, por ello, más polarización de las partes. Y todo esto ligado al dato sorprendente de que en Internet se acumula hoy más información que toda la generada desde el neolítico. De que hoy se lee y se escribe más que nunca sobre Belén Esteban, la depilación por láser, Platón, Marx, etc. ¿Es el saber algo estéril, incapaz de insuflar racionalidad a este mundo desbocado? Obviamente no, el problema en la era de la información, para decirlo con Castells, se halla en la saturación del mercado y el recelo hacia los productos de los demás.
En la toalla sobre el césped el niño, quebrado por problemas epistemológicos y existenciales, no puede más y pregunta al padre, “¿Entonces voy a Siria, cierro el Facebook o qué?” “No, mejor date un chapuzón y luego ya vemos…”
Fuente: El País, 5.12.14 por Rubén Torres García Profesor de Teoría de la argumentación en las Universidades Iberoamericana y Panamericana, México D.F.

Comente