Amordazados en nombre de la libertad

Los actos terroristas pueden infligir daños terribles, pero no pueden destruir una sociedad abierta. Sólo quienes gobiernan nuestras democracias pueden hacerlo, al limitar nuestras libertades en nombre de la libertad.
Shinzo Abe, el Primer Ministro nacionalista de derecha del Japón, no necesita demasiado aliento para endurecer las leyes sobre secretos, conceder más poderes a la policía o volver más fácil la utilización de la fuerza militar. Las espeluznantes ejecuciones de dos ciudadanos japoneses atrapados por terroristas del Estado Islámico en Siria han brindado precisamente el aliento que Abe necesita para aplicar semejantes medidas.
Pero el Japón nunca ha sido un bastión de la libertad de expresión ni tampoco se esfuerza demasiado en demostrar que lo sea. Francia, sí. En eso consistió sin lugar a dudas la manifestación de solidaridad ante los ataques terroristas del mes pasado en París. De todos los países, Francia es el que más evitaría la trampa en que han caído otras grandes repúblicas occidentales que afirman ser un foro de libertad en el mundo.
El miedo a la violencia terrorista después de los ataques del 11-S hizo más daño a la libertad de los Estados Unidos que el asesinato suicida de miles de ciudadanos. Por miedo, los americanos permiten que su Gobierno los espíe indiscriminadamente y que los sospechosos de terrorismo sean torturados y encerrados indefinidamente sin juicio.
Como la mayoría de los demás países de la Unión Europea, Francia tiene ya leyes que prohíben la expresión del odio. No se puede insultar legalmente a las personas por razones de raza, creencias u orientación sexual y en Francia, como en los algunos otros países, se puede procesar a quienes nieguen la realidad del Holocausto y otros genocidios del pasado.
El Presidente François Hollande, que no es un nacionalista de derecha como Abe, ahora quiere reforzar esas prohibiciones. Ha propuesto nuevas leyes que harían responsables a entidades como Google y Facebook de cualquier “expresión de oído” por parte de sus usuarios.
Ex Jefes de Estado de la UE han respaldado también una propuesta de dirigentes judíos europeos de tipificar como delito penal en todos los países de la UE no sólo el antisemitismo y la negación del genocidio, sino también la “xenofobia” en general. Pocas personas desearían defender expresiones de xenofobia o antisemitismo, pero, ¿de verdad es prudente utilizar la ley para prohibir opiniones?
En primer lugar, no es probable que semejantes leyes, si se promulgan, reduzcan el riesgo de actos terroristas. Prohibir la expresión de opiniones no los hará desaparecer. Seguirán expresándose, de forma más secreta tal vez, por lo que resultarán aún más tóxicas. Y una prohibición pública de la expresión xenófoba no hará desaparecer la base política y social del terrorismo, en Oriente Medio y en otras partes.
Pero existe un peligro mayor al utilizar la ley para vigilar lo que las personas piensen. Puede sofocar el debate público. Dicho peligro subyace a la consideración, que aún existe en los EE.UU., de que las opiniones, por repugnantes que sean, se deben poder expresar con libertad para que se les puedan oponer argumentos contrarios.
Naturalmente, sería una ingenuidad creer que los extremistas religiosos o políticos están interesados en intercambiar opiniones, pero la incitación a la violencia también está prohibida en los EE.UU. La Primera Enmienda de la Constitución no protege la libertad de expresión en los casos en los que se pueda demostrar que crean un peligro de violencia inminente.
Las opiniones xenófobas o la negación del genocidio son repelentes, pero no necesariamente son consecuencia de semejante amenaza. En la mayoría de las sociedades, incluidos los EE.UU., la expresión pública de semejantes opiniones está limitada por un firme consenso sobre lo que es socialmente respetable. Dicho consenso cambia con el tiempo. A los editores, escritores, políticos y otros que se expresan en público es a quienes corresponde moldearla.
Los humoristas gráficos, los artistas, los titulares de bitácoras digitales y los cómicos a veces gustan de desafiar el consenso de la respetabilidad. Algunos de esos desafíos podrían escandalizar (al fin y al cabo, ésa es la intención con frecuencia), pero, mientras no fomenten la violencia, prohibirlos por ley sería más perjudicial que benéfico. Permitir al Gobierno que decida qué opiniones son permisibles es peligroso no sólo porque sofoca el debate, sino también porque los gobiernos pueden ser arbitrarios o interesados.
En el actual clima de miedo, sería útil recordar un famoso caso de expresión del odio en los EE.UU. En 1977, el Partido Nazi Americano se propuso hacer una manifestación en Skokie, suburbio de Chicago con una gran población judía. Un tribunal local, movido por el escándalo y el miedo de la opinión pública, decidió que se debía prohibir la exhibición de esvásticas y uniformes nazis y la distribución de octavillas. Según se sostuvo de forma totalmente convincente, semejante manifestación sería un insulto a una comunidad de la que formaban partes supervivientes del Holocausto.
Pero la Unión Americana de Libertades Cívicas la impugnó por considerarla una infracción de la Primera Enmienda. El argumento de los abogados de la Unión, la mayoría de los cuales eran judíos progresistas, no se basaba en apoyo alguno a los símbolos o las opiniones nazis. Su argumento era el de que, si se permite al Gobierno prohibir opiniones que detestamos o despreciamos, se debilita nuestro derecho a oponernos a una prohibición similar sobre opiniones con las que podríamos estar de acuerdo.
Dicho de otro modo, la libertad de expresión debe significar también libertad para la expresión del odio, mientras no amenace o fomente la violencia. La mayoría de los gobiernos europeos ya adoptan una actitud más estricta con los insultos públicos que la Constitución de los EE.UU. Sería un gran error añadir aún más restricciones. Los ataques terroristas están haciendo ya bastante daño en vidas y propiedades. No hay razón para que los Gobiernos empeoren la situación manipulando las libertades de sus ciudadanos.
Fuente: Project syndicate, 12.2.15 por Ian Buruma profesor de Democracia, Derechos Humanos y periodismo en Bard College

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