El destape del caso Zapata y su relación con el Gobierno mantiene en vilo a la ciudadanía desde hace más de cuatro meses, en una situación de confusión entre lo que realmente habrá sucedido y lo que se nos muestra como realidad.
Desde el principio se han establecido las versiones más irracionales y contradictorias que se puedan imaginar.
La primera denuncia que lanzó Carlos Valverde con pruebas contundentes sobre el vínculo entre Zapata y el presidente Morales mostraba una realidad irrefutable. No obstante, sobrevino una tormenta de desmentidos por parte del Gobierno, contradenuncias y contrapruebas, que derivaron en el amedrentamiento y encarcelamiento de varios supuestos testigos e involucrados, y de la propia Gabriela Zapata.
Esto no quedó ahí. La novela continuó con un intercambio intenso y absurdo de “verdades” que ocupó las primeras planas de la prensa e inundó las redes sociales, al punto que, a estas alturas, quienes somos espectadores de estas insólitas escenas no podemos establecer los límites entre la realidad y la invención artera de los hechos.
Por supuesto que detrás de todo están intereses de poder que marcan relaciones de dominación y violencia simbólica e incluso física. La mejor estrategia política para evadir un problema cuando comienza a afectar seriamente las estructuras del poder y la imagen gubernamental es contaminarlo, a tal punto que se crea una verdadera confusión entre lo real y lo imaginario.
Sin duda alguna, los personajes centrales colaboraron mucho en esta confusión -sobre todo respecto a la existencia o no del hijo de Evo Morales y a los vínculos con la CAMCE- con la aparición y desaparición de personajes cual figuras fantasmagóricas en una escena de terror.
Resulta que, al cabo de unos meses, Carlos Valverde se retracta de su primera denuncia. La propia Gabriela Zapata, que en determinado momento ratificó su posición, niega sus propias declaraciones y la trama se llena de discursos ambivalentes, poco confiables y contradictorios.
De hecho, este enredo no se limita a la circulación discursiva de declaraciones y contradeclaraciones de los personajes, sino que de éstas se pueden inferir fuertes presiones que están detrás y que determinan el contenido y los súbitos giros en las posiciones discursivas.
En ese sentido, la situación se agrava porque las palabras carecen de fiabilidad. A ello se suman aspectos emocionales que juegan con los sentimientos del público, como la autovictimización, la distorsión, la conversión de tiranos en víctimas y viceversa, generando una confusión que verdaderamente supera cualquier película de ficción, donde se presentan realidades paralelas o sobrepuestas y donde las ilusiones se pueden mostrar como realidades.
La situación recuerda los viejos problemas filosóficos que proponen la difícil relación entre lo real y lo ficticio, entre la “verdad” y lo “ilusorio” -en este caso lo ilusorio entendido como falsedad o como un engaño-. El conocido mito de la caverna de Platón plantea la metáfora de hombres encadenados en una caverna obligados a mirar en una sola dirección y tomar como verdaderas las imágenes proyectadas en un muro, imposibilitados de dilucidar aquello que estaba detrás de las sombras.
Este tema ha generado cansancio, confusión e incertidumbre y perfora seriamente la legitimidad del poder. El ejercicio de la ciudadanía en democracia exige un mínimo respeto al derecho a la información y al esclarecimiento de los hechos y responsabilidades.
Fuente: Página siete, 23,6.16 por María Teresa Zegada, socióloga y analista política