La editora en jefe del prestigioso diario The Guardian, Katharina Viner, escribió un largo artículo titulado Cómo la tecnología quebrantó la verdad.
Empezaba contando que un lunes de septiembre de 2015 el Reino Unido amanecía con una noticia depravada y espantosa. El primer ministro de aquel entonces, David Cameron, había “cometido un acto obsceno con la cabeza de un cerdo muerto”. La noticia estaba publicada en un periódico reconocido, el Daily Mail, y ofrecía otros seductores detalles: cuando estudiaba en Oxford, el joven Cameron había participado en un ritual que consistía en “insertar la parte privada de su anatomía en la boca del animal”. Según los autores de la historia, la fuente era un miembro del parlamento que, además, decía haber visto fotos de la interacción entre Cameron y el cerdo.
La espeluznante historia había sido extraída de una nueva biografía de Cameron que estaba a días de ser publicada. La autora de la nota en el Daily Mail, Isabel Oakeshott, era también una de las escritoras de la biografía. Por supuesto, la noticia no tardó en convertirse en tendencia mundial en Twitter y en Facebook. Pero un día después de la controversia, todo se fue al carajo. La periodista Oakeshott, en una entrevista en televisión, tuvo que reconocer que no sabía si su historia era cierta o no lo era, e incluso, cuando la presionaron, aceptó que ella no había visto ninguna prueba que sustentara la veracidad del relato. Según la defensa de Oakeshott, ella solo cumplió con reportar lo que dijo la fuente, y era responsabilidad del lector decidir si eso era cierto o no.
Quedaba claro que la historia no era más que un rumor dañino y sin fundamento. Pero ya era tarde. Todavía hoy, mientras escribo estas líneas, hay millones de personas en el mundo que creen que el ex primer ministro David Cameron tuvo sexo oral con la cabeza de un cerdo muerto. Y es acá donde quiero detenerme. ¿Cómo explicar lo que pasó?, ¿ha caído el periodismo en la trampa de la fama momentánea?, ¿nos estamos convirtiendo los periodistas en rameras de los clics y los retweets? La tentación de Oakeshott de publicar un vulgar rumor que generaría una reacción en cadena de millones de interacciones fue mayor que su responsabilidad con los lectores, con el oficio, con ella misma. ¿Es esta una enfermedad contemporánea? No, no lo es. También en las épocas previas al Internet, al Twitter y al Facebook, se publicaban miles de historias falsas, inventadas, sin ninguna verificación. La diferencia es que ahora, esas mismas historias, tardan segundos en llegar a las pantallas de millones de usuarios.
Y es aquí donde el periodista se vuelve valioso y necesario. Nosotros podemos ser el origen de una historia miles de veces comentada, pero también el filtro de muchas “verdades” publicadas y repetidas en Twitter o en Facebook. Nunca como ahora ha sido tan importante nuestra labor de verificadores. Nunca como ahora hemos tenido tanta responsabilidad en nuestras manos. Es por eso que debemos, con urgencia, repensar nuestro oficio. Es inútil que tratemos de competir en términos de velocidad: el primero en publicar la muerte de Osama Bin Laden no fue un periodista, fue un tuitero cualquiera sentado en su casa en Pakistán. Los periodistas del mundo seguimos la información que él dio, verificamos que fuera cierta, dimos el contexto de lo que esa muerte representaba. Rebajar nuestro oficio al afán de un clic es la vía más rápida al suicidio profesional.
Fuente: El Espectador, 25.7.16 por Jorge Eduardo Espinosa, periodista colombiano